LA NUEVA BLANCANIEVES

Blancanieves vio claro su final en los ojos de ese leñador. Su madrastra le había dado la orden de adentrarse en aquel oscuro bosque con ella, para que nadie pudiera escucharla cuando le pegase un tiro en la sien. Allí no tenía sentido gritar para pedir ayuda, porque no había nadie en kilómetros a la redonda.

Cerró los ojos y esperó sobrecogida a que aquel tipo pusiera fin a su vida. Escuchó su corazón latir con intensidad, cuando, de pronto, escuchó:

—No puedo hacerlo —murmuró el leñador dejando caer al suelo su escopeta. Él no era un asesino. Su trabajo consistía en matar animales para alimentar a sus gentes, no a personas. Y menos a una joven tan bella.

—Gracias —respondió Blancanieves, cayendo de rodillas debido a la tensión acumulada. Aún no podía creer que siguiera con vida. Ese hombre se había atrevido a desobedecer las órdenes de su malvada madrastra, la actual regente en el reino.

Acordaron que seguiría andando hasta el final del camino, alejándose aún más de todo cuanto había conocido hasta entonces, ya que de saber que seguía con vida su horrible madrastra mandaría decapitar en público al leñador.

—Esa bruja tiene un espejo mágico que le dice todo cuanto desea saber. No te fíes, buen hombre. Ahora estoy segura de que fue ella la que aceleró la dolorosa muerte de mi padre, es una verdadera arpía —le avisó la astuta Blancanieves.

Antes de separarse, la muchacha le pidió al leñador un último favor:

—Dame tu escopeta. El bosque está llena de peligros, y la necesitaré para defenderme. Mi padre me enseñó a utilizarla, así que no pierdas más tiempo.

—De acuerdo, así haré. Ve con Dios, chiquilla.

Anocheció a las pocas horas, y el sendero por el que caminaba se hizo aún  más lúgubre y misterioso. El ulular de las lechuzas, los lobos aullando desde la cima de las montañas, todo atemorizaba a la joven princesa que, sin embargo, seguía cruzando el bosque a paso firme con la escopeta del leñador en la mano.

De repente, divisó en el horizonte el tejado de una encantadora cabaña. Con energías renovadas, Blancanieves corrió hacia ella para ponerse a salvo de todos los peligros que su mente imaginaba.

—¡Hola! ¿Hay alguien? —preguntó al vacío sin obtener respuesta alguna. La puerta había cedido al primer golpe, dándole paso al interior. Como si alguien la estuviera invitando a pasar mágicamente.

Después de recorrer todas las estancias, pudo confirmar que estaba sola en aquella pequeña, pero acogedora, casita. Cierto era que el polvo y las telarañas daban señales evidentes de su falta de limpieza, pero estaba tan cansada por todo lo que había sucedido aquel día, que se durmió al instante juntando cuatro de aquellas pequeñas camitas que había encontrado en el piso de arriba.

—¡Arrea! ¿Y ésta quién es? —quiso saber Gruñón al ver a Blancanieves durmiendo sobre su cama. Los siete enanitos del bosque, propietarios de la vivienda donde había encontrado cobijo nuestra joven protagonista, habían llegado después de una larga y dura jornada de trabajo en la mina.

—¡Es una mujer! —contestó el más sabio de todos ellos después de haber subido a una de las camas para observarla de cerca. Era preciosa. Estaba claro que, a pesar de llevar el vestido bastante sucio y algo estropeado, se trataba de alguien importante. Quizás una princesa de los reinos colindantes.

A pesar de su estatura, las voces de los enanos eran graves y potentes, con un extraño timbre gutural que consiguió despertar a la doncella.

—¡Quietos todos, no mováis ni un dedo! —Blancanieves había abierto los ojos y se había visto rodeada de siete hombrecillos que la miraban con mucha curiosidad. Al instante cogió su arma y la empuñó con decisión, apuntándoles sin miramientos, haciendo un barrido por sus cabezas.

—¿Por qué nos quieres disparar? ¡Tú eres la que ha entrado en nuestra casa! —exclamó Dormilón, un poco enfadado porque esa mujer estuviera retrasando la hora de irse a la cama.

—Así que estaba tan sucia. ¡Claro!, es la casa de siete hombres ¿Sabéis acaso para qué sirve el agua?

—¿Sabes tú para qué sirven los buenos modales? —saltó Gruñón—. Y deja de apuntarnos con esa escopeta, ¿pero quién te crees que eres? ¡¿Lara Croft?! Estoy seguro que ni siquiera sabes cómo utilizarla.

Blancanieves levantó el arma y disparó dos veces al techo, asustando de inmediato a los siete enanitos, sobre todo a Mudito, que se escondió debajo de una de las camas que quedaron libres y no pensaba salir de allí en años.

—¡Ya está bien! Sal de aquí ahora mismo ¿Te crees muy valiente por lo que has hecho? Ahora tendremos que subir al tejado para arreglar ese agujero ¡Menuda ingrata! Encima que te dejamos dormir en nuestras camas. Como mínimo podrías haber limpiado esto un poco, o habernos hecho la comida, ¡estamos hambrientos! —ordenó el enano más sabio y cabeza de grupo.

—Yo soy una princesa, no sé cocinar, ni limpiar. Y aunque supiera, no lo habría hecho, no soy la chacha de nadie. ¿Me habéis entendido? —masculló Blancanieves mientras se disponía a salir de allí sin dejar de amenazarles, encañonándolos con su arma.

Después de aquel incidente, Blancanieves siguió caminando por el bosque con el estómago vacío. En parte se arrepentía de haber tenido aquella reacción tan estúpida, esos enanitos parecían buenas personas, pero ahora no la querrían ver ni en pintura.

Intentó comer algunas bayas y frambuesas, pero llevaba demasiadas horas sin probar bocado, y el hambre no le dejaba ni pensar en el próximo paso a seguir. Fue entonces cuando lo vio. Era el corcel de algún caballero, iba engalanado con un manto de terciopelo azul cubriéndole el lomo, donde aparecía bordado en oro el blasón de su familia. A su lado, había un pequeño fuego, donde se estaban asando unas cuantas liebres, dejando un aroma a carne recién hecha por todo alrededor.

El estómago de Blancanieves rugió al ver las piezas de caza. Aquel debía ser su almuerzo, fuera como fuese. Sin embargo, no estaba sola, por detrás de unos árboles salió un apuesto joven abrochándose los pantalones.

—¡Arriba las manos! —gritó Blancanieves, obligando al muchacho a hacerle caso, haciendo que sus pantalones cayesen inmediatamente a sus pies.

—¡Hola! —Exclamó el príncipe, aliviado porque fuera una mujer la que le apuntaba con un arma, y no un ladrón asesino—. ¿Qué tal? ¿Cómo te llamas? Yo soy Florián, el príncipe de este reino ¡Pero no sabía que por estos parajes hubiera mujeres tan bellas como tú! —. Florián fue a acercarse aún más a ella, cuando sus pantalones se lo impidieron— ¿Me permites?

Blancanieves ni se inmutó ante sus halagos, seguía taladrándolo con la mirada. No era la primera vez que veía a un tipo en calzones, aunque quizás hasta entonces nadie le había hecho subir un ligero rubor por sus mejillas.

—Puedes —murmuró, apartando la mirada por educación.

—Gracias —el príncipe se subió los pantalones con rapidez, sin dejar de observar a aquella belleza que le resultaba tan familiar—. Perdona, ¿nos hemos visto en algún baile? Juraría que te conozco de algo.

—No, no me conoces. Mi reino está muy lejos de aquí —contestó Blancanieves con brusquedad, volviendo a apuntarle con el arma.

—Entonces, ¿tú también eres princesa? ¡Lo sabía!

—Te equivocas, tú no sabes nada de mí. Mi vida no se parece en nada a la tuya —la intrépida muchacha empezó a acercarse al fuego, para comerse las liebres que el príncipe había cazado, mientras éste seguía con los brazos en alto.

—Bueno, sé que tienes un apetito voraz —bromeó, mostrándole a Blancanieves una de sus espectaculares sonrisas— ¿Te las piensas comer todas?

—No, solo la mitad. El resto me las llevaré en tu zurrón, junto con el agua, y tu caballo.

—¡Eh, un momento! ¿Te quieres llevar mi caballo? ¿Y cómo vuelvo yo a mi casa? —Florián se cruzó de brazos, obligando a Blancanieves a apuntarle de nuevo, para recordarle que no podía mover ni un dedo— ¡Está bien! Te has escapado, ¿no es eso? ¿Qué pasa? ¿Te habían obligado a casarte con un ogro para asegurar la fortuna del reino?

—Huyo porque mi madrastra es una bruja, que nunca me dejará tranquila hasta que me mate. Mi padre está muerto, mi madre está muerta. Y como no te calles de una vez, pienso cerrarte la boca de un perdigonazo.

—¡Tranquila chica, no soy el enemigo! Por lo visto tu vida en palacio no ha sido como la mía, ¿pero estás segura de lo que quieres hacer? ¿Pretendes seguir viviendo como una fugitiva el resto de tu vida? —Florián clavó sus ojos claros en los de aquella hermosa muchacha—. Yo estaría dispuesto a enfrentarme a esa malvada madrastra solo por verte sonreír una vez.

Aquello enterneció el corazón de la joven.

—No necesito que nadie me defienda, ya se me ocurrirá algo —masculló fingiendo firmeza en su voz.

—De eso estoy seguro, pero me gustaría acompañarte —sugirió el príncipe, haciendo dudar a Blancanieves.

 

 

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